Cuando tenía 16 años empecé a salir con una persona a la que conocía desde que estaba en jardín de niños. Había estudiado con él toda la vida y nuestras mamás son amigas hasta el día de hoy. Era de toda mi confianza.
Unos meses después, cuando terminamos, creció en mí un miedo asfixiante, pues durante nuestra relación yo le había enviado una foto mía desnuda y comencé a preguntarme si había sido mentira cuando me dijo que la había borrado.
Me cuestioné qué pasaría en mi vida si esa foto era difundida. Me imaginé que mis padres me darían la espalda, que mis amigos se alejarían de mí, que me expulsarían de mi escuela, que nunca conseguiría un trabajo, en fin, una realidad aterradora. Pensaba que todas estas cosas pasarían por mi culpa, porque yo me expuse, yo puse mi vida en manos de otra persona.
Me daba tanta vergüenza el encontrarme en esa situación, que no me atreví a contárselo a nadie, el miedo que vivía lo estaba viviendo sola. Después de un sinfín de mañanas de despertar con la idea de la foto destruyéndome, llegué a la conclusión de que la única manera de evitarme todo ese sufrimiento era suicidándome.
Así, yo le estaba adjudicando a esa foto más valor que a mi propia vida. ¿Por qué? Porque yo sabía que el día que se hiciera pública, ante los ojos de los demás yo me reduciría al contenido sexual que mostraba esa imagen, yo dejaría de ser una persona completa y me convertiría en la destinataria de insultos, descalificaciones, insinuaciones no deseadas y un sinnúmero de actos que tendrían la intención de lastimarme.
Y así fue. Esa foto fue publicada y difundida entre las personas de mi escuela, mi familia, mi gimnasio e incluso cuando tuve la oportunidad de irme de viaje, no faltó la persona que se me acercara para hablarme de mi foto. Mis redes sociales se plagaron de mensajes y solicitudes gracias a ella. Me vi envuelta en un discurso agobiante que decía que me lo merecía, que yo había aceptado que todo el mundo me viera desnuda, que yo ahora valía menos.
Mi historia no es única, existen otras miles de personas alrededor del mundo que podrían contar el mismo relato que yo estoy contando el día de hoy. Hombres y mujeres, sin importar la edad, han sido expuestos y vulnerados de la misma forma que yo lo fui. Muchos de ellos pasaron o están pasando por esto sin el apoyo de sus seres queridos, sin un artículo en la ley que los proteja, sin un discurso que alivie su pesar.
Por eso decidí quedarme desnuda, exhibiendo ante todos mi vulnerabilidad, mi miedo y mi dolor, pero también mi fuerza. Yo tuve el privilegio de salir de ese ciclo de violencia y revictimización cuando decidí que la foto no representaba en mi vida más que los dos segundos que tardé en tomarla. Elegí contar mi historia para reclamarla como mía y transformarla en una herramienta que pudiera brindarles a otras personas el salvavidas que quizás estarían buscando.
Entendí el poder de conectarme con los demás por medio de lo que me hace sentir frágil, ya que nadie es ajeno a la fragilidad. Todos tenemos derecho a compartir con otras personas fragmentos de nuestra vida, cosas que nos alegran y cosas que nos afligen, pero también tenemos derecho a la intimidad. Ésta se construye con lo que nosotros decidimos y puede estar conformada por ideas, experiencias o actos. La intimidad puede fortalecer vínculos al ser compartida cuando nos sentimos seguros, pero al ser expuesta sin nuestro consentimiento nos hace sentir frágiles.
Bajo esta lógica, todos los que hemos compartido nuestra intimidad, en cualquiera de sus formas, somos vulnerables a que ésta se transforme en fragilidad y dependemos únicamente de la buena voluntad de las personas en las que hemos confiado, así como hay personas que ahora dependen de nosotros.
Solemos interpretar esta dependencia como poder, cuando debiéramos concebirla como una responsabilidad. Es nuestra absoluta responsabilidad el resguardar la intimidad que se nos fue confiada, porque tenemos otras vidas en nuestras manos. Nunca sabemos lo que la fragilidad pueda provocar en la otra persona, ya que varía entre la incomodidad y sentimientos de humillación, hasta ideaciones suicidas o incluso un suicidio consumado.
Ésta es una paradoja, pues al mismo tiempo que nuestra vida está en otras manos, no está en manos de nadie más que en las nuestras. La razón de esto es que nosotros decidimos el valor que le damos a esta intimidad, cuánto significa para nosotros y cuánto estaríamos dispuestos a hacer con tal de mantenerla en secreto.
Les recuerdo que en algún momento sentí que había puesto mi vida en manos de alguien más, haciendo referencia a que le había enviado una foto mía sin ropa, porque para mí esa foto mostraba lo más íntimo de mí, mi cuerpo. Por las malas aprendí que lo más íntimo nunca va a poder ser plasmado en una imagen. Lo más íntimo no lo iban a poder conocer los espectadores que vieron mi cuerpo desnudo. Lo más íntimo es mío y siempre lo será, por lo tanto no fui realmente expuesta, sólo me lo hicieron creer.
Me dijeron que me habían visto completa y les creí, me dijeron que sabían qué clase de persona era yo, y les creí. Pero viéndolo en retrospectiva, lo que lograron fue enfrentarme a todos mis miedos y orillarme a tomar una decisión, y ésta fue elegir mi versión en lugar de la suya.
Ésta decisión fue la que me salvó la vida y estoy convencida de que será la que le salve la vida a las demás personas que son víctimas de un discurso social revictimizante, que busca desacreditar y lastimar. Y así como podemos protegernos a nosotros mismos, podemos proteger a otros.
Somos capaces de elegir las palabras con las que construimos a las demás personas, por lo que deben ser amables. Somos capaces de elegir cómo reaccionamos ante las vivencias de otros, por lo que debe ser con bondad.
Convirtámonos en las personas que nos gustaría encontrarnos por la vida, personas respetuosas y confiables, que nos garanticen que nuestra fragilidad no se usará para lastimarnos sino que servirá para poder desnudarnos en esencia frente a otros, conectarnos, entendernos y apoyarnos.